Comer, comer y comer

La mayoría de nosotros hemos tenido días en los cuales parece que sólo nos dedicamos a comer, entre las comidas formales y lo que vamos picando a lo largo del día, somos capaces de comer grandes cantidades de alimentos.

El aburrimiento, la ansiedad, la tristeza, ¿te hacen comer? ¿Cuánto de lo que te comes durante el día es realmente por hambre?

En teoría, los seres humanos comemos para obtener energía, para sobrevivir. Esto parece una gran acción, pero sabemos que la realidad es más amplia. Sabemos que lo hacemos para mantenernos con vida pero también por muchas otras razones, como por ejemplo por experimentar los sabores en sí mismos o por “obedecer” los anuncios publicitarios a los que estamos expuestos. Otra razón por la cual comemos – o dejamos de hacerlo- es como una vía para atender las emociones. Culturalmente hemos aprendido a que la comida acompaña cualquier estado emocional. Si estamos contentos, comemos; si estamos festejando algo, hay que darnos un festín; si estamos tristes, se vale comer lo que sea para animarnos; cualquier “situación” emocional es buen pretexto para llevarnos algo a la boca. Y muy importante es el hecho de que hemos aprendido que la comida es una gran fuente de placer.

¿Cómo es que esto sucede en nuestra casa, en nuestro cotidiano? Pues básicamente opera de la siguiente manera: cuando la emoción se apodera (surge) de nosotros, toma el timón de nuestras decisiones y de nuestras acciones, llevándonos a esa alacena, puerta de la cocina o refrigerador en donde guardamos la -bien nombrada- comida reconfortante. Como autómatas la agarramos y la ingerimos normalmente sin tener consciecia de lo que estamos haciendo.

Al terminar podemos sentir un alivio momentáneo, pero generalmente un poco más tarde, nos podemos sentir mucho peor. Volvemos a ser conscientes de la emoción original que estábamos exprimentando y que tratamos de no escuchar hasta que se fuera sola, cuando en realidad sigue ahí igual de presente o tal vez tuvo algún cambio en intensidad y adicionalmente nos sentimos culpables por habernos atascado. Nos prometemos no volverlo hacer… hasta que lo volvemos a hacer.

Y en este ciclo hay algo positivo que mencionar. Lo que estamos buscando es atender un estado emocional que llega a incomodarnos, que no es agradable, como si quisiéramos adormilar eso que estamos experimentando, o por lo menos lograr distraernos por un tiempo. Hemos aprendido a que comer, sobre todo ciertos alimentos, nos ayuda a sentirnos mejor porque favorecen la liberación de serotonina y dopamina, neurotransmisores vinculados a sensaciones de placer, sistemas de recompensa, implicaciones en procesos emocionales y estado de ánimo.

Hacerlo de vez en cuando, no causa daño a nadie. El problema es que nos estresamos o emocionamos con frecuencia y recurrimos a esta salida también con frecuencia, lo que nos puede acarrear otro tipo de consecuencias como sobrepeso, problemas digestivos, hasta incluso una mala salud en general.

Sé que comer es una salida más “barata” que otras. Yo prefiero comerme un paquete completo de galletas que recurrir al alcohol o a las drogas. No es que las galletas sean muy sanas, pero de los males, el menor.

Y hay otro aspecto para reflexionar. Cuando tenemos estas respuestas emocionales, solemos recurrir a alimentos que no son sanos. Para estas ocasiones especiales nos gustan las opciones que tengan una o varias de estas características: que estén fritas, que sean saladas, que estén hechas con harinas y/o con una buena cantidad de azúcar. Básicamente echamos mano de lo altamente procesado, con ingredientes potencialmente nocivos. Es comida que nos brinda algún tipo de recompensa pero poco valor nutricional. Hasta la fecha, no he conocido a nadie que me diga “Estaba tan triste que me comí un kilo de manzanas”.

Y no es que no “sepamos” que lo que estamos comiendo no es sano, sino que pareciera que no lo podemos evitar. Parte de las cosas que suceden es que al estresarnos, liberamos cortisol e insulina, lo que impacta en el metabolismo de grasas y carbohidratos, situación que puede no solo despertar nuestro apetito, sino también afectar las elecciones que realizamos. Por esta razón, más los aprendizajes emocionales culturales mencionados, buscaremos carbohidratos, grasas y azúcares (como una dona glaseada), lo cual es justamente una salida para calmar la respuesta de estrés generada. Así, comer nos hace sentir mejor, al menos por un tiempo.

Como una sola respuesta para sobreponernos parece una estrategia exitosa. El problema, repito, es la frecuencia con lo que lo hacemos.

Y lo malo es que a la larga, esta salida no solo perjudica nuestra salud, sino también nuestro estado de ánimo. Terminamos sintiéndonos mucho peor. Entonces, perdemos por todas partes.

 

¿Qué otras alternativas tenemos?

Como ya lo habrás reflexionado, la solución tiene que ver poco con la comida y mucho con las emociones. Por esto, lo primero que te sugiero es trabajar en aumentar tu nivel de consciencia. Necesitamos darnos cuenta de cómo operan estas estrategias en nosotros y también necesitamos reconocer –y aceptar- nuestras emociones, sin juzgarlas.

El segundo paso para establecer las bases para el cambio es tener compasión. No hay nada malo en ti, simplemente tienes hábitos que sirven para atender un síntoma (y que en ocasiones han sido efectivos), pero que en el fondo y a largo plazo no te son útiles. Sentir compasión es además una vía importante para poder encontrar otras maneras de reconfortarnos.

El tercer paso es buscar formas para atender tus emociones, maneras o estrategias que incluyan restablecer tu estado emocional sin recurrir a la comida. Es necesario experimentar muchas cosas hasta que encuentres lo que te sirve. Una de las más fáciles y poderosas es hacer ciclos de respiraciones profundas.

Después de estos fundamentos, hay muchas cosas que se pueden hacer y entre las cuales puedes elegir las que más éxito puedan tener en tu estilo de vida y preferencias.

  • Revisar nuestros hábitos alimenticios. Saber qué comemos, a qué hora, en qué circunstancias.
  • Dormir bien, procurar un descanso de calidad.
  • Mantener un buen nivel de hidratación a lo largo del día.
  • Procura tener una alimentación balanceada.
  • Cuando surga el deseo de comer:
    • Haz una pausa. Entre la urgencia de comer y el comer, haz un alto y pregúntate qué es lo que estás experimentando. Pregúntate ¿voy a comer porque tengo hambre (física)? ¿quiero comer porque tengo hambre emocional (ansiedad, tristeza)?
    • Si no tienes hambre, busca restablecer tu equilibrio emocional de otras maneras: realiza una serie de respiraciones profundas, habla con alguien de cómo te sientes, muévete, escribe.
    • Si de cualquier manera sigues con la urgencia por comer, procura alguna opción sana y en cada bocado pregúntate si quieres continuar comiendo.
  • Al realizar tus compras: lo más importante es no llevar lo que no te quieras comer. Opta por alternativas sanas –y que te gusten- que puedas tener a la mano, como son alimentos con proteína y fibra, que se digieren más lento y no provocan picos de azúcar en la sangre (picos entre cansancio y ansiedad).
  • Al comer:
    • Haz una revisión de tu estado emocional antes de empezar: ¿cómo te encuentras en ese momento? ¿estás sintiendo enojo, soledad, tristeza, aburrimiento?
    • Siempre procura realizar 3 respiraciones profundas antes del primer bocado, asegúrate de lograr un estado de tranquilidad.
    • Mantente en el aquí y en el ahora. Estás comiendo, no trabajando, no leyendo, no planeando el futuro.
    • Come lentamente, con propósito y masticando mucho.
    • Suelta tu cubierto entre cada bocado.
    • No mezcles la comida con otras actividades como trabajar, ver la televisión, etc. Siéntate únicamente a alimentarte.

Existen muchas otras alternativas que puedes realizar. Mi recomendación es que a partir de la consciencia que vayas generando, puedas ir experimentando distintas cosas y te vayas quedando con lo que te sirve a ti.

Cuida tus emociones y lo demás vendrá solo.

 

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